Con los ojos desenfocados por la fría madrugada de invierno o por el desalentador atardecer, mirar el azul del cielo embotado puede ser doloroso o placentero dependiendo del observador y del momento. La ciudad se despereza para quitarse legañas o se arrulla para entrar en el sueño. Siempre he sentido una desazón brutal en el preciso instante en que el día se hace noche o la noche día. En unas ocasiones la transición se trata de un suspiro y en otras parece que el tiempo se ha detenido como un paro cardíaco con el susto de morir, o de vivir que a veces puede ser peor.
La foto habla de ello con los contornos de los edificios difuminados haciendo de las luces imprecisas actores principales.
Si hay ficción o irrealidad en la rabia de los días es precisamente en el cambio de turno, en el momento del baile de persecución imposible del sol y la luna.
Ahí es cuando todo es posible. Cuando la materia rocosa se disgrega para componer un elemento blando y penetrable. Cuando se evapora el mar de la certeza y llueven las dudas. Cuando lo que aparece perece y cuando la oscuridad nos recuerda el origen de nuestra muerte o el fin de la vida.
Nos lavamos la cara y volvemos a mirar la foto y descubrimos unas luces anaranjadas de una casa donde había alguien pero no se le ve porque en el momento de disparar la cámara digital fue a lavarse la cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario