El simbolismo que adquiere una puerta arrancada y apoyada en una pared cuando el año empieza es de cajón.
La madera con mirilla pide a gritos que se investigue lo que oculta como una tapadera en el camino de quien tiene la obligación de comer una olla desconocida y fría.
La puerta espera el aliento del incauto en el descansillo de un piso de antigua construcción. Ignorante y picado de curiosidad intenta acercarse para abrir.
Pasamos el tiempo y la vida traspasando umbrales, vallas con barro y dificultades como puños.
La raquítica luz que ilumina su cuerpo de serrín lame derramada su piel de pintura plástica y sus cierres de risa. Pero la potencia de su ser radica en lo que guarda tras ella, como el envoltorio de un regalo envenenado o de un intestino limpio tras una lavativa de pera.
Podemos llamar y que no nos abran; podemos dejar por debajo una carta de amor y que nunca tenga respuesta; podemos quedarnos quietos frente a ella o tirarla a patadas; podemos llevar llave, pero no la adecuada; podemos incluso no querer entrar y bajar a la calle a mojarnos con la fina lluvia del desprecio y ella, puerta del abandono, inamovible pero inquieta mantiene su interior guardado a fuerza de deseo contenido.
Pero seguiremos traspasando puertas como esta hasta que descubramos que desde el año en que estamos, al pasar por ella sólo encontremos otro año y se acabó el misterio. Estamos hechos de portazos dados a nuestras espaldas y en nuestras narices.
¿Hay alguien ahí?